Crónicas de Denver - Parte II

sábado, 13 de abril de 2013


Poco a poco me fui despertando, aunque por mucho que lo intente no conseguí ver nada. No recordaba que había pasado. Estaba a oscuras en una especie de cuarto atado de pies y manos. Enseguida eche en falta el peso del puñal que llevaba siempre atado con correas a la pierna. No era gran cosa, pero notarlo ahí me hacía sentir más seguro y más de una vez me había salvado de situaciones peliagudas. Entonces lo recordé todo, recordé al chaval corriendo entre la muchedumbre con la bolsa en su mano, el aliento rancio del hombre de la cicatriz en mi rostro al acercarse a mí. No sabía por qué, pero aquel hombre me resultaba vagamente familiar. Intenté recordar de qué me sonaba aquel hombre pero todos mis recuerdos eran vagos y confusos.
Me incorporé un poco y mi cabeza golpeó con un saliente de metal. Maldije para mí mismo y volví a tumbarme. Estaba encerrado, atado de pies y manos, y con nada más que lo puesto. Genial, pensé, no llevaba ni un día en la ciudad y ya estaba metido en un embrollo del que no sabía ni cómo salir.
Después de lo que me parecieron varias horas, o eso pensé, se abrió una trampilla en un lado de la pared y paso una bandeja con un trozo de de pan y una jarra de agua. A través de la trampilla vislumbré una mano encallecía por el trabajo.
-¡Como queréis que coma si me tenéis atado!-grité.
Acto seguido como por arte de magia las cuerdas que me apresaban se desvanecieron como si nunca hubiesen existido. Mi asombro no duró mucho, estaba tan hambriento que me lance sobre la comida sin pensarlo. No era gran cosa pero hizo que mi estómago dejase de gruñir.
Ya con el estómago más lleno fui tanteando con las manos, todavía entumecidas por las ataduras, por la habitación. No encontré ninguna puerta, ni siquiera una rendija que indicara la existencia de la trampilla que antes se había abierto. Estaba en una habitación de cinco pasos de largo por tres de ancho. Identifiqué el saliente metálico y me di cuenta de que era una especie de camastro. Me tumbé en él y espere a la próxima comida.
Los días pasaban y solo notaba su paso gracias a las comidas que me pasaban a través de la trampilla, el mismo trozo de pan duro con su correspondiente jarra de agua. Siempre lo mismo. No sabía que querían de mí. No sabía que esperar de ellos.

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