Nada más pasar el arco de piedra
que marcaba la entrada de la ciudad, me abrumó el griterío procedente del
mercado.
El olor a salitre del puerto inundó
mis fosas nasales y una parte de mí se sintió como en casa.
Me detuve para contemplar cuanto
había cambiado la ciudad desde que me fui. A primera vista parecía la misma,
pero si la conocías bien podías adivinar un aire de decadencia en sus muros.
En fin, estos años habían sido
duros para todos.
- Bienvenido a Marine, señor - me
saludó un guardia de la entrada- ¿Podría apartarse de la entrada? Está
entorpeciendo el paso.
Sorprendido fruncí el ceño pero me
aparté. No recordaba que hubiese guardias en la ciudad, o por lo menos no
tantos. Había visto a varios mientras me iba acercando a la ciudad, pero no
pensaba que hasta dentro de ella los hubiese.
Hasta hace poco lo más parecido a
un guardia en la ciudad de Marine era el supervisor del puerto. La ciudad se
regía por sus propias leyes y no necesitaba a nadie que las hiciese cumplir.
Bueno, para eso me habían enviado a
Marine, para descubrir lo que pasaba en la ciudad y a que se debían los
extraños barcos que partían cada noche del puerto.
Me metí de lleno en el ensordecedor
barullo del mercado, cacareos y gritos de vendedores crearon en mí una familiar
sensación de nostalgia. Todavía recordaba cuando era yo el que estaba al otro
lado del puesto atrayendo a los clientes a gritos. Pero eso había sido hace
mucho tiempo, desde entonces había aprendido muchas cosas y era muy distinto al
muchacho inmaduro que corría por aquellas callejuelas.
Paré un momento a inspeccionar la
mercancía de un vendedor de abalorios y colgantes, y ante mi sorpresa noté que
me desataban la bolsa del cinturón y tiraban de ella.
Vi
a un chico de unos diez años que se escurría entre la muchedumbre con mi
bolsa en la mano.
Corrí tras él para recuperar mi
bolsa, pero el flujo constante de personas ralentizaba mi carrera.
Llegue a tiempo para ver como el
muchacho doblaba la esquina y se metía en una de las callejuelas. Le seguí.
Nada más girar la esquina me di
cuenta de que había ido a parar a uno de los muchos callejones sin salida de la
ciudad, pero no había ni rastro del niño. Di por perdida la bolsa y me di la
vuelta.
Antes de que pudiera dar un solo
paso dos hombres salieron de la nada y me sujetaron por los brazos. Un tercer
hombre salió de las sombras, era delgado y vestía con ropajes oscuros. En su
jubón unas hebras de hilo de plata formaban un escudo que no reconocí pero me
pareció familiar. Una cicatriz surcaba su cara desde la ceja derecha hasta el
pómulo izquierdo, dando a su rostro una apariencia macabra. Un brillo destelló
en sus ojos pero en seguida desapareció.
- ¿Creías que no sabríamos que ibas
a venir?-me susurró al oído- No hay secretos para nosotros.
Al separar su cara de la mía noté
el olor rancio de su aliento. Me miro con un deje de desprecio y dijo:
- Atadle, nos lo llevamos.
Intenté resistirme de todas las
maneras pero un golpe seco en la nuca hizo que todo se desvaneciera...
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