Bajo la cordillera Dargo, cientos de kilómetros bajo la superficie, en
las entrañas de la tierra, se encuentra la forja de los Durledain.
Decenas de generaciones de Durledain han forjado las armas con las que
batallaron los señores de la guerra de la superficie. Cientos de años
pasan y sus armas conservan su filo. Millones de vidas han sido
arrancadas con sus filos. Ríos de sangre han teñido de rojo la
superficie una y otra vez hasta perder la cuenta.
Pero para los Durledain los tambores de guerra no son más que un rumor
sordo que apenas llega hasta su forja. Las únicas noticias que reciben
de la superficie son encargos de armas. A los Durledain no les importa
para que señor de la guerra son, no les importa la raza, no les importa
el lugar, no les importa el resultado. Solo quieren su oro, oro con el
que forjaran maravillas inimaginables.
Viven en silencio, bueno, el silencio que se puede encontrar en una
forja. Cientos de martillos golpeando acero templado, el rugir de las
forjas, el siseo de las hojas ardientes sumergidas en agua y el ruido
del acero al recibir su filo componen el sonido que envuelve la vida de
los Durledain.
Miles de años con un único estilo de vida, miles de años forjando armas,
miles de años de tradición. Y esa tradición cambió en un día.
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