El aire gemía entre los rincones y callejuelas de aquella fría e
inhóspita ciudad. Una fina capa de lluvia mojaba los muros desconchados a
los que las inclemencias del tiempo les habían robado su pintura. Los
gritos de las lechuzas se perdían e las innumerables callejuelas que
surcaban la ciudad como serpientes.
Ninguna llegaba a ninguna parte, pero todas apestaban al olor rancio del
orín. Sin embargo pequeños detalles mostraban que hasta hacia poco la
vida de la ciudad se había desarrollado en esos estrechos pasillos:
suelos desgastados por los miles de pies que habían pasado por encima,
trazas negruzcas en las paredes resultado de haber encendido hogueras y
muchos otros detalles de los que un observador advenedizo se daría
cuenta rápidamente.
El agua de la lluvia resbalaba entre las tejas de arcilla, oscurecidas
por los años, cayendo rítmicamente sobre el empedrado, produciendo un
ritmo lento y adormecedor.
Me detuve al llegar a un ensanchamiento de un callejón para observar a
mi alrededor. La ciudad parecía abrirse a medida que pasabas tiempo en
ella, como si te fuese aceptando.
Fue entonces cuando me di cuenta de que seguía habiendo gente en lo que parecía la desierta ciudad de Grendrich
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